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España, mañana ¿Será republicana?

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El lunes 2 de junio este lado del mundo, otrora dominio de la corona, amanecía con la información de la abdicación del regente español Juan Carlos de Borbón. La no tan sorpresiva noticia, para muchos, está en sintonía con una modalidad aparentemente nueva en las monarquías europeas, donde el rey abdica por motus propio, de manera previa a su deceso. Como ejemplos cercanos tenemos que, en abril del año pasado la reina Beatriz de Holanda le otorgaba reinado a su hijo Guillermo Alejandro (casado con la primogénita del Ministro de Agricultura del gobierno del dictador local Rafael Videla), y en julio el belga Alberto II hacía lo propio en favor del entonces príncipe Felipe.


En todos los casos los titulares del poder real se justificaron en motivos de edad, y en la necesidad de un recambio joven en la imagen de la institución. Hasta aquí las similitudes. Mientras que Alberto II y Beatriz se fueron con pompas, prestigio y demostraciones de cariño mayoritarias, el rey Juan Carlos dejó una estela de cuestionamientos a su persona, en particular, y la monarquía española en general.


No me interesa hacer un recuento de las desventuras borbónicas de los últimos años, como el caso Urdangarín, que puso hasta las manos a la infanta Cristina, o la cadera rota del mismísimo rey por jugar al Indiana Jones en África. Mucho menos me importan los cotilleos sobre la alcoba real. Lo clave es que el augusto señor le cede el trono al hasta ahora Príncipe de Asturias, Felipe, en medio de escándalos que comprometen seriamente la jefatura del Estado, y que, en última instancia, pueden verse como la causa directa y real de su renuncia.


Las manifestaciones republicanistas de esta semana ponen de relieve un asunto, o más bien dos, mucho más profundos que una mera reacción a los gobernantes de turno. Si bien es cierto que en esta oportunidad  deben entenderse bajo el paraguas de la crisis económica de 2009 en adelante, que iluminó una serie de aspectos estructurales que parecían tapados por la bonanza que acompañó al establecimiento de una democracia bipartidista y "moderna", el problema monárquico y el problema nacional, que no pueden ir sino de la mano, y sería injusto presentarlos como algo nuevo, están presentes desde, al menos, fines del Siglo XVIII y principios del XIX, aunque pueden encontrarse rastros de debilidad mucho antes.


En un plano más acotado, España está sufriendo hoy las consecuencias de un sistema institucional caduco, el de la constitución post-franquista, que no parece contemplar correctamente los profundos clivajes del país ibérico, y sus consecuencias. Tal vez, una estructura de gobierno federal y un cambio de sistema electoral ayudaría sobremanera a canalizar ciertas demandas que hoy parecen difíciles.


No obstante, creo que quienes esperan cambios radicales, ya sea una República española, o una Cataluña independiente, están condenados a la desilusión.


En primer lugar, en cuanto al independentismo catalán, no hay, a la fecha, una posibilidad real de existencia por fuera de España y dentro de la Unión Europea. Si bien es cierto que unos resultados aplastantes en el referendum no van a poder ser ignorados por el gobierno central, no queda clara cual será la estrategia de ambas partes. En el caso de Madrid, sobre la fachada de indiferencia o la posibilidad del envío de la Guardia Civil, debería primar la negociación, en última instancia.

En concordancia, la dirigencia catalana de Arthur Mas sabe esto y están empeñados en un juego de presión para ver hasta dónde pueden llegar, pero la independencia será un arduo y largo camino cuyos costos no estoy seguro que se encuentren dispuestos a pagar.


En segundo lugar, todo atisbo de cambio radical se complica porque los políticos tradicionales españoles (léase PP y PSOE), aunque desprestigiados hoy, siguen concentrando el poder de las instituciones principales y son bastante reacios a cambios profundos. Lo que no quita que los sectores más moderados (por ejemplo, el PSOE) puedan abrirse al diálogo en favor de transformaciones parciales.


Finalmente, sobre la monarquía, es tan evidente el descontento de muchos como la falta de militancia y polarización necesaria para dar vuelta una institución tan arraigada. Al igual que lo sucedido con los indignados, la protesta callejera de algunos sectores de la sociedad civil y grupos políticos determinados no se materializa per se en una propuesta alternativa viable


En ese sentido, es altamente probable que tan pronto la crisis encuentre una salida palpable para la mayoría, más temprano que tarde las cosas van a encausarse por vías más "normales". Y los problemas van a volver a velarse, sin dejar de existir. Pero también es posible que se esté marcando un camino, y dejando un precedente, que, al mejor estilo Walter Benjamin, regrese en forma de destellos y maraville sobre un pasado que no fue.

Se podría, entonces, decir que, hoy por hoy, el cambio no se cosecha, pero la semilla está plantada ¿Será posible verla crecer?.

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